Más allá de la ficción – Autora: Lilian Noelia Haruzych

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Este texto corresponde al Taller Virtual de Cuentos Breves “Te cuento, me cuento en tiempos de Coronavirus”

Una helada y sombría mañana de invierno despertaba y, con ella, la deseada lluvia.

Las agujas del viejo reloj marcaban las cinco y cuarto, la ciudad entera aún dormía enredada en un manto de imágenes oníricas propias del sueño, excepto Marcela, que desde la ventana del piso superior admiraba el paisaje exterior. Sus ojos grises eran el vivo reflejo de la tempestad. El insomnio le impedía dormir; los pensamientos giraban inquietos por su mente, reclamaban por las historias que descansaban sobre la antigua máquina de escribir.

Considerando que la ansiedad no la dejaría descansar, decidió continuar escribiendo una de las tantas historias que vivían en su mente. Estimulada por los efectos del café, las palabras brotaban de ella como cascada. Con cada letra que mecanografiaba la máquina respondía con un sonido tranquilizador, que, unido al delicado rumor de la lluvia, hacían una melodía apacible e inspiradora.

La historia, que de una sencilla idea había surgido casi sin esperanza de avanzar, fue desarrollándose con ligereza, aggiornándose de palabras y sucesos. La obra marchaba a toda prisa, sin interrupción; el genio interior ya no dormía por el gran deseo de escribir. Marcela se había sumergido en ese orbe de letras, sintiéndose un personaje más atrapado en las páginas que escribía. Las hojas blancas eran un mundo nuevo para ella; cada personaje, una persona real; cada escenario en la ficción, un lugar habitable. La ficción se hacía cada vez más real, cada vez más palpable. Marcela podía sentir en su alma la melancolía de Susana, el pavor de Andrea, la demencia de Dante… Podía apreciar la belleza de los paisajes que describía con tanto ahínco en sus escritos. Podía ser en su imaginación lo que no era en la realidad: Dios.

Un ruido extraño la extrajo abruptamente de su mundo de ficción. Contempló sorprendida la habitación. Al cabo de unos pocos minutos, intentó adentrarse en la historia nuevamente, pero las puertas de la imaginación se cerraron sin anunciar.

El ruido se repitió una y otra vez alterando la tranquilidad de Marcela, alguien o algo repiqueteaba la puerta del sótano. Impulsada por la curiosidad, tomó una linterna y bajó las escaleras hacia la planta inferior. Se desplazó por el pasillo con cautela, el sonido era cada vez más fuerte a medida que se aproximaba al lugar. Alguien golpeaba con desesperación la puerta. “Alguien”, de eso estaba segura.

La inquietud volvió a hacer eco en su ser. Sus pasos eran cada vez más lentos, sus pies se arrastraban sin prisa alguna por el pasillo que conducía al sótano. Cuando se hubo aproximado lo suficiente, se hizo el silencio. Marcela creyó enloquecer. 

Abrió la puerta con sumo cuidado y tanteó la pared en busca del interruptor de luz, al presionar el botón, el salón permaneció fundido en la oscuridad. Bajó lentamente las escaleras iluminando con la linterna cada peldaño a medida que avanzaba y exploró cada rincón del cuarto buscando la razón del ruido ensordecedor. De pronto, un mueble antiguo atrajo su atención. No recordaba haberlo adquirido nunca. Se acercó y lo examinó detenidamente. El ruido se hacía cada vez más audible. Lo corrió, detrás halló una misteriosa puerta. La abrió y contempló un pequeño cuarto desconocido para ella. Temerosa y absorta observó la habitación, y en un rincón vislumbró a una joven de cabello andrajoso en cuclillas, con los brazos enredados en las piernas. Sollozaba débilmente, como si no quisiese ser oída.

Marcela se aproximó a ella lentamente, la joven levantó la vista y sus miradas se encontraron. Sus ojos marinos sorprendieron a Marcela, que la reconoció en el acto: se trataba de Andrea, la chica de su historia. Fue tanto su desconcierto que no pudo reaccionar cuando la muchacha pasó corriendo a su lado y ascendió con premura las escaleras que conducían a la planta superior. La puerta se cerró y Marcela cayó presa de la desesperación. Subió las escaleras e intentó abrirla, pero ésta permaneció cerrada.

De entre la oscuridad que cubría el sótano, una figura avanzaba hacia ella cegada por la locura. La tenue luz de la linterna reveló en aquella el rostro de la muerte: Dante.

Andrea no dudó un segundo, se precipitó sobre la máquina de escribir, deslizó el rodillo para extraer la hoja y la adjuntó al resto de la obra. Luego, sin consideración alguna la arrojó al fuego de la chimenea.

Marcela observaba con pavor a Dante y a las llamas que brotaban del suelo y de las paredes a su alrededor. Conforme la obra se deshacía en el fuego, el sótano ardía en la hoguera. Las llamas se extendieron rápidamente por todo el lugar convirtiéndolo en un verdadero infierno.

Andrea observaba plácidamente el mundo exterior como si fuese la primera vez. Al fin se había liberado de esa obra que casi la conduce a su muerte. En sus manos, como en los viejos tiempos, yacía una taza de amargo café cuyo aroma inundaba la habitación y frente a ella, la “sagrada” máquina de escribir.

Una nueva historia nacía y amenazaba con escapar de los muros de su mente; sin embargo, esta vez tendría más cuidado, no permitiría nuevamente que la ficción la engañase disfrazándose de realidad.

Lilian Hazuzych
Contadora Púbica Nacional, Egresada de la FCE/UNaM.
Aficionada a la lectura, interesada en la producción narrativa literaria.

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